Supongamos que una librería puede tener algo así como convicciones e incertidumbres. Supongamos que esta librería, más allá de la supervivencia inerte a la que la condena su condición de comercio, se cree viva y múltiple. Y supongamos, además, que entre los libreros que la ocupan pesan intuiciones contradictorias: por un lado, está la sensación de que, frente a la crisis, cada vez recomiendan menos. Es decir que, cuando el libro se vuelve lujo, la gente que pasa por el local ya sabe lo que viene a buscar. Y, en regla general, lo que a los libreros más les gusta es recomendar: hablar con otros, tratar de sorprenderlos, llevarlos por el camino más inesperado. Por el otro lado, aparece la certeza de que la vía para hablar de eso que extrañan, desde hace mucho y hoy más que nunca, es a través de las redes, pero que ninguno está dispuesto a volverse performer para ellas.
Desde Notanpuan hicimos buen uso de ellas por muchos años. Pero esas mismas redes que nos dieron cercanía y contención se han vuelto una especie de monstruo, que cada vez pide más. Si las fotos no son buenas, o las recomendaciones no son en video, o los carruseles no tienen una mano de diseñador gráfico de por medio, no tienen llegada. Nuestras redes, en particular, pero las de muchos agitadores de la lectura, se han convertido nada más que en vidrieras: llenas de avisos parroquiales, tapas llamativas, novedades que nadie leyó.
Por todo eso y más es que, a veces, esta librería siente que el ecosistema del libro independiente, por el que tanto milita, se satura y se emborracha de lógicas propias de las multinacionales. Novedad tras novedad tras novedad. Evento tras evento tras evento. Ejemplar de cortesía tras ejemplar de cortesía, para que alguien muestre la tapa en un reel y quede en eso. Y después, cuando los libros sí son leídos, es como si ese ecosistema tan rico se redujera a tres o cuatro editoriales: esas que publican primeras o segundas novelas de autores que más pronto que tarde se va a robar Anagrama o Random House.
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